05 abril 2009

"Alfonsín", por Ricardo Sánchez

Alfonsín 

Cuando eras chico, no sabías nada de radicales. Sabías de Perón. Tu papá, un boyero que había cortado las alambradas, era peronista. Todavía guardás un portarretratos con forma de timón: de un lado vos vestido con un bombachudo y en la mano una pelota de goma tan redonda como los cachetes; y del otro el General, con gorra y todo. 

Recién supiste de radicales cuando tus viejos fueron a Cruz del Eje a visitar a los Valentini, unos amigos de Italó. Los Valentini, como todos los habitantes de Cruz del Eje, sin banderías, tenían un orgullo: Arturo Humberto Illia. Uno de los paseos que les proponían a los visitantes era pararse frente a la modesta casa de Illia.

No hacía mucho que Illia había sido derrocado, bajo acusación de lentitud, por una asonada que comandaba el general Pascual Pistarini mientras se comía unas achuras en su famoso quincho de La Lucila. Illia era médico antes de ser presidente, y cuando dejó de serlo no tenía mucho más que esa casa de vecino de clase media. 

Tampoco sabías de política. En realidad no sabés mucho más ahora mismo. El primer gesto político del que tenés memoria te conectó de lleno con el futuro. Fue el 29 de mayo de 1969. Confusamente te había llegado la noticia de un rifi-rafe de la hostia al que llamaban “Cordobazo”, e impulsaste la idea de no entrar al Colegio. Y no entraron.

Un buen aprovechamiento de aquel suceso podría dejarte pertrechado ahora mismo en el bando de los que sacaron entonces patente de militantes, acaso para hundirse más tarde en uno de los períodos más tristes de nuestra triste historia. Solo que aquello se trató de zafar de una prueba de matemáticas. Así concebimos los argentinos la política. 

Lo que siguió es más o menos conocido por todos y ha sido contado como se cuentan las cosas de este mundo, escoradas por los nervios y el corazón. Resumiendo: que te tocó crecer primero entre balaceras y después tratando de no perder la dignidad, y la razón, y la vida, mientras comandaba el país una banda de émulos de Savonarola. 

Querés decir que recién respiraste tranquilo siendo un hombre de pelo en pecho, no vayan a creer que tanto, el 10 de diciembre de 1983, al cumplirse el veredicto de las urnas arrancadas del oscuro lugar en el que las tenía guardadas el general Leopoldo Fortunato Galtieri, ‘chorroba’ famoso por su costumbre de mandar muchachos al muere. 

…………………………………….

Y ahora hablemos de Raúl Alfonsín, la figura liminar de aquel día, con sus manos entrelazadas y alzadas a un costado de la cabeza, con su bigote de egresado del Liceo Militar que no tardó mucho en arrepentirse, y esa voz reverberante amasada en el arte de mantener el tipo, renovador, cuando el comité no quería saber nada de cambios. 

Todavía sabíamos poco de ese gallego de extramuros que había nacido y vivido en Chascomús casi sin tener idea de lo que era una caña de pescar, y que había asomado su discurso de a poquito, ese discurso republicano que fue armando mientras firmaba cientos de esos habeas corpus que los milicos se pasaban por el forro. 

Recién con el tiempo las revistas de actualidad se encargarían de sumar algunos datos de la vida del flamante Presidente. Por ejemplo, de hablar con la maestra que, previsiblemente, avizoró su futuro porque aunque no era un alumno especialmente destacado asombraba por la firmeza de sus convicciones. 

Le gustaba leer historietas, las películas de amor y de guerra, jugar al mus y al codillo en el bar del (otro) gallego, y desde chico era enfermito de los pulmones, nada grave, apenas una grieta que explicaría después cierta respiración sibilante y esa especie de leve curvatura de la espalda que algunos leerían como una voluntad ensimismada. 

Era cordial pero parco y le gustaba discutir, no necesariamente para ganar sino para saber, para contrastar, para exigirse. Tenía un humor oscilante, a veces oscuro, algo zafio, y una sonrisa galopante. Y por sobre todo utilizaba la noche para probar las ideas, sin tener que decir, todavía, “agua que viene la bofia”.  

Todo eso lo supimos despacito, sencillamente y al detalle, leyendo una de esas revistas que se dedican a describir a la gente que triunfa. Que los siguen minuto a minuto, como lo siguieron a él, incluso hasta la Galicia de sus abuelos. Eso sí, siempre fieles, mientras dura el triunfo. 

Íbamos sabiendo de él, que imponía condiciones: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. 

Si el General se llevó en sus oídos la voz del pueblo sonando como la música más maravillosa, seguramente una de las que mejor te sonará cuando te envuelvan las sombras, es la de Raúl Ricardo Alfonsín repitiendo, como una letanía para sordos, el preámbulo de la Constitución Nacional. 

No sabés si podrán entenderte los que lean estas líneas a la distancia, pero es que no se sale así como así de las catacumbas: cuando uno está horadado de silencio, la primera voz que invoca la esperanza, que convoca a un sueño común, termina sonando exactamente como las Polonesas de Chopín a los oídos de los polacos insurrectos. 

Y por si esto fuera poco, hay otro detalle personal e intransferible para explicar porqué RRA, abogado, católico, radical, nacido bajo el signo de Piscis, descendiente el línea directa de gallegos, ellos sí pescadores, se quedó prendido a tu costado: el intenso, extraño, acojonante parecido que tenía con tu papá. 

Sí, el mismo que guardó toda una vida el retrato del General del otro lado de la del bebe que alguna vez fuiste, era la imagen viva de ese ‘contrera’: ese hombre de bigote destartalado, nariz de firmes convicciones y pinta de actor de película del neorrealismo italiano, que hacía de médico al que le pagaban sus consultas con tabaco de estraperlo.   

Argamasa de extrañas coincidencias, la del discurso iniciático para aspirantes a demócratas no fue la primera ni la única sensación trepidante que te produciría la figura de RRA, acaso el último ejemplo de la antropofagia mortuoria de este país que se come a sus líderes después de endiosarlos para volver a endiosarlos después de muertos. 

Lo confirmaste hace 25 años, la primera vez que lo tuviste a tiro de micrófono: él era el flamante presidente de una Nación en la que su nombre se sentía como una caricia después del sonido y la furia, y su discurso persuadido de la conveniencia de las buenas maneras se te anudó en la garganta como un cogoyo de ternura.

Y también hace casi 13 años cuando la UNRC lo doctoró “Honoris Causa”: mientras tus colegas trataban de detectar señales políticas en sus palabras, y en su mirada, vos notabas que, entre la melancólica garúa que rodeaba su figura por aquellos días, te seguía produciendo el mismo efecto su figura de reminiscencias paternales.

Eso explica porque, de entre las tantas tristezas que has ido juntando a lo largo de la vida –más o menos las que todos tratamos de esconder bajo la alfombra para seguir viviendo- contabilizas la que te produjo la última imagen de su naufragio, el día que en la canalla lo obligó a dar las hurras por anticipado, 

Te parece verlo, igualito a Kirk Douglas en el último rollo de “El campeón”. Ya no es más campeón ni es nada. Lo tienen medido para darle la última piña. Parece un náufrago empujado al agua por los que creen que, por ofrecerle algo de carne, podrán calmar a los tiburones. Pobrecito él y pobrecito nosotros, este pueblo de canallas. 

……………………………….

Escribís estas líneas tomando un cafecito bien cargado en La Abadía. A las 10 de la mañana del 2 de abril de 2009 la vida no es más que un anciano aprovechando la prolongación del verano y una muchacha que sobrevive a la resaca mientras cruza la plaza con los pasos inciertos de unos zapatitos que hasta anoche fueron nuevos. 

En los televisores gigantes que empachan de noticias el lugar del relax, se repiten las imágenes incesantes del desfile de “deudos” ante el féretro de RRA. Apoyás el oído en el muro de cristal que te separa de la calle y alcanzas a escuchar un silencio que parece más cargado que de costumbre. La vida es dulce y es terrible. 

Querés seguir con la crónica porque tenés la sensación de que escribiste mucho sin decir nada. Pero la magia ha desaparecido, agobiada por la insistente protuberancia del adiós. Te has quedado sin palabras. Es la hora de pedir la ayuda de Jericles. Dibuje, maestro, usted que también lo quería. 
Ricardo Sánchez

2 Comments:

At 5/15/2009 6:58 p. m., Anonymous Anónimo said...

Ricardo, pasale unos mangos a Salzano. Lo tuyo es un homenaje al Daniel, más que al Raúl.

Era largo el cafecito de la Abadía. Je, je.

Saludos
Osvaldo Calderón

 
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